El Malestar en Tiempos de Pandemia.


Hace más o menos 90 años Freud, señalaba los puntos de imposible para el sujeto: el propio cuerpo, las fuerzas de la naturaleza y el vínculo social. En su ya célebre “El Malestar en La Cultura” da cuenta de estas tres fuentes irreductibles del sufrimiento humano.
Sin embargo, posmodernidad mediante, el sujeto contemporáneo, hijo del dios muerto, ha visto reparado y consolidado el narcisismo amenazado. Todo el dispositivo de ficciones tecnocientíficas, la cultura del individualismo, del self made men y las promesas de progreso infinito nos han dado la ilusión de que esas fuerzas hiperpotentes y amenazantes pueden ser sometidas y controladas definitivamente.
Así, toda la parafernalia científica, que promete vidas cada vez más largas, un desarrollo tecnológico vertiginoso y alucinante, bigs datas que parecen haber localizado el ser en un algoritmo y la expectativa de un crecimiento sin límites con respuestas a las preguntas que aún no hemos formulado, abonan ese sentido.
En medio de este oasis de complacencia imaginaria ha llegado un virus. Un real sin ley. Un organismo que ni siquiera se puede entender como vivo y que tan solo con la carga de unas pocas moléculas es capaz de poner patas para arriba el orden global.
El Covid 19 ha hackeado las ilusiones posmodernas: la ciencia llega tarde, la tecnología se cuelga, los estados no alcanzan y se muestran impotentes, el mercado sigue invisible para dar soluciones a la comunidad toda, el voluntarismo se muestra más inútil que de costumbre y la presencia del otro se transforma en una amenaza plausible para la vida.
Al tiempo, las muertes se computan a diario y sin pausa como los goles en un mundial del horror, nos vemos enfrentando a una rasgadura monumental del telón de nuestras confortables certezas y explicaciones. Estamos lanzados a un escenario que suma todas las letras de lo traumático y que pone sobre la mesa y de manera descarnada nuestra finitud e indefensión.
A este virus se lo llamó enemigo invisible (no porque no lo fuese). Nada peor. La angustia no puede localizarse, su objeto es elusivo, loco, inesperado y opaco a nuestra mirada (es él el que nos mira). Ya sabemos que la subjetividad del hablante contemporáneo no puede soportar por mucho tiempo la angustia, intenta por cualquier vía, a menudo las más peligrosas, arrancarle su certeza. Estamos amenazados y poco podemos saber desde dónde. Con terror constatamos como, y sobre todo en algunos lugares del globo, la amenaza se efectiviza llevándose la vida de decena de miles; asistimos a cuarentenas, seguro necesarias y fundamentales, pero agobiantes, nos vemos sumidos en la incertidumbre por la vida, los afectos, el trabajo y los bienes.
En este panorama no es de extrañar que, el ego intente restituir una homeostasis, algo que reordene, que alivie, o que al menos anestesie y adormezca, aunque torpe, y muchas veces también, peligrosamente.
Observamos entonces, discursos y expresiones de toda índole que dan cuenta de ese desesperado intento de reducir eso que no tiene sentido, que no entra en la maquinaria simbólica de nombres e imágenes, a algo un poco más controlable, localizable y tolerable.
Emergen así, distintas versiones del mecanismo de la renegación y desmentida vía la banalización de gripeciñas, el pensamiento mágico prometedor, o los conjuros espiritualistas y pseudocientificos que aseguran, por ejemplo, que tomando lavandina diluida o recitando cierto mantram nos libraremos de todo mal.
Por otro lado, se agolpan en la fila de la desesperación las distintas paranoias en sus versiones conspirativas intentando reducir y ubicar el mal en el Otro, un Otro omnipotente, omnisciente y oscuro: nuevo orden mundial, la conspiración de ciertos magnates, los laboratorios nazis enterrados en la Antártida o la avanzada asiático comunista pronta a expropiar nuestros bienes.
Otro el modo de respuesta particularmente peligroso es el que empuja inconfesamente a la destrucción como manera desesperada de terminar con el malestar, así no es extraño encontrar a quienes plantean la imprescindibilidad de mantener la maquinaria ya colapsada, produciendo a todo vapor cueste lo que cueste, o bien desde una romantización de la muerte o un individualismo letrado invitan a desafiar toda precaución y restricción y salir como una manera de darse sentido en la pandemia.
Tal vez, no sin angustias y pérdidas, este real nos traiga nuevos despertares. Ojalá sepamos hacer mejor con lo que no se puede hacer nada.

Gonzalo Grande


No, no, no. El virus no es ético.
El virus no diferencia si te consideras alguien espiritual, materialista, buena o mala persona. No distingue si tienes buenos o malos pensamientos. No te lo “agarras” en función de si meditas, rezas o te dedicas a la joda o al crimen.
El virus no discrimina a su portador por cuestiones simbólicas.
Hay una pandemia viral y es un hecho, aunque el miedo impida a algunos aceptarlo y se desplieguen todos los mecanismos renegadores para dar la ilusión de estar a salvo mágicamente.
Generalizar y plantearle al público que las defensas bajan o suben, que se va a enfermar o no, a partir de sus sentimientos o hábitos psíquicos o espirituales es imprudente y peligro. Se trata de una explicación sin fundamento. Al margen de que, nuestra vida anímica no necesariamente se puede gobernar a voluntad y una gran parte de ella permanece absolutamente inconsciente y desconocida para nosotros, aunque produzca poderosos efectos sobre cada quien.
Es cierto que de manera individual el cuerpo, en su dimensión orgánica, está relacionado con el estado anímico de la persona, pero una cosa es dar cuenta de articulaciones (que aún al día de hoy no pueden comprobarse ni fundarse con precisión) y otra muy distinta establecer una relación causal.
Es totalmente infundado argumentar que, si uno no tiene miedo, reza, medita o se “ilumina” va a estar a salvo de enfermar. Estamos en el territorio de la creencia mágica, del pensamiento medieval, o sencillamente ante un desbocado síntoma maníaco. Si no tener miedo o sentirse “iluminado” fuera la mejor vacuna, para este virus o cualquier otra enfermedad, bastaría con tomar estimulantes o drogas supresoras del miedo que te hagan sentir invulnerable. Claro que podrías sentirte así, aunque eso no va a evitar que la pared se vuelva blanda.